Llevaba trabajando en mi primera empresa apenas un año. Y mi jefe me preguntó si tenía tiempo para bajar a la calle a tomar un café. -¡Claro que sí!- respondí sin dudar.
Recuerdo perfectamente lo que sentí en aquel momento: miedo.
Y lo sentí, porque pensé que me iba a despedir. Quizás mi trabajo no había estado a la altura de sus expectativas.
Cuando nos encontramos los dos solos con la taza de café en un barcito que estaba cerca de la oficina, me dijo para mi sorpresa, que estaba muy contento con mi trabajo y me preguntó si quería ser “socio” de la compañía.
Casi rompo a llorar de la alegría y del alivio. No solo no me iba a echar a la calle, sino que me quería como socio.
Esta anécdota profesional de mi vida, me sirvió para entender que mi esfuerzo y trabajo me había llevado a una oportunidad que me cambiaría la vida.
Y también que, al ser yo una persona tan exigente conmigo mismo, era incapaz de evaluar mi propio desempeño. Los otros veían en mí, todo lo bueno que yo mismo no era capaz de ver.
Así han pasado casi 30 años de aquello y sigo pensando que hacer una justa y ecuánime evaluación de desempeños propios y ajenos, constituye todo un arte. Mi respuesta fue “Sí, gracias”.
Disfruta del día