Cuando era pequeño (con unos 8 años) un amigo del cole me invitó a su pueblo.
En su casa tenía una higuera llena de higos riquísimos. Comer una fruta recién cogida del árbol, siempre me ha parecido algo mágico. Muy especialmente, porque yo vivía en la ciudad y no tenía un pueblo, ni árboles frutales.
Me pareció tan majestuoso aquel árbol, que trepé por sus ramas hasta lo más alto que pude. ¡Toda una hazaña! Y cuando alcancé un punto elevadísimo, caí en la cuenta de que bajar no iba a resultar fácil.
Supuso un aprendizaje para mí aquella experiencia. Una analogía con la vida misma.
Hay veces que iniciamos caminos que necesariamente más tarde o más temprano, tendremos que desandar.
Antes de arrancar esas aventuras, suele ir bien, reflexionar, sobre pros y contras. También medir las fuerzas para calcular si culminaremos la gesta con éxito y sin darnos un trompazo, en la ida o en la vuelta.
Otro de los momentos sublimes de mi infancia, fue cuando me abracé por primera vez con un árbol. Es una sensación única.
Igual que la de bañarse por primera vez en verano, en el agua cristalina de un río hermoso rodeado de la sombra de árboles.
Las primeras veces de casi todo, suelen dejan una huella que pienso, que nos transciende. ¿verdad?
Disfruta del día.